sábado, 18 de agosto de 2007

EL ABUELO

Por Jacqueline Bassi.......Escrito diez años después de la muerte de mi abuelo.

A Don Pedro nunca le llamaron pello, ni pelluco, ni siquiera pedro a secas, tal era su señorío. Descendiente directo de indios Guanes, y de madre alemana, heredó la inalterable expresión de los indios, la estatura de los alemanes y la soberbia de la raza aria.

Nació al despunte del siglo veinte y casi murió con él. Llevó una vida intachable; la abuela decía que no fue mujeriego, que nunca llegó borracho y que no fue pernicioso. Muy a la vanguardia de su tiempo, se preocupó por la dieta, la gimnasia y la figura, mientras hablaba del colesterol cuando nadie sabía qué era eso. Don Genaro, el dentista del barrio, decía que tenía sus treinta y dos piezas completas y que nunca le había curado una carie. Nunca entendí, pues se cepillaba con un extraño polvo de aserrín color almizcle que luego guardaba celosamente entre la hendija del tubo del lavamanos y la pared, en la terraza, en la parte más alta, para que ninguno se lo tocara.

Fumaba cigarrillos Piel Roja sin filtro de marca nacional, pero sólo una vez al año, en la víspera de nochebuena. Salía a compararlos justo antes de iniciar el rito del sacrificio del cabro para la cena navideña. Ya todos sabíamos como lo hacia, aunque nunca lo vimos, porque la abuela nos prohibía pasar al patio para que no presenciáramos como lo degollaba después de colgarlo de una soga. Solo podíamos pasar cuando ya no se oían los berridos del animal y ya lo habían bajado de la soga que colgaban debajo de la mediagua. Aunque aún se viera el desorden de la tragedia, y aunque las paredes de bareque del patio de tierra aún estuvieran salpicadas de rojo, y aunque aún no hubieran levantado el platón lleno de sangre fresca que ponían exactamente debajo de la soga. El desangramiento era necesario, decía él, para poder preparar la pepitoria y las morcillas rellenas con sangre cuajada. Me costaba trabajo pensar que éste era el mismo hombre que, siendo joven , todos los días al pasar por el portón de la casa de la abuela le dejaba una rosa como señal de que había pasado.

No recuerdo ninguna nochebuena en que no se hubiera presentado con una botella de Cinzano en una mano y una bolsa de almendras Jordán, en la otra. En la mesa siempre ocupó el puesto a la cabecera, y aunque no era muy dado ala tertulia, le gustaba contarnos historias de espantos. Su cuento preferido era la historia de Patricio, el tío Rosacrusista, de quien decía que había sabido exactamente el mes, el día y la hora de su muerte y que él mismo había organizado su propio funeral, repartiendo invitaciones, ordenando flores, y hasta contratando a las lloronas. Sin embargo, contaba que al momento de su muerte, una fuerte brisa había empezado a azotar la casa, que los tejados rugían y que los techos se levantaban y que el hombre se había llevado a un cristiano que lo acompañaba cerca del lecho de muerte agarrandolo del pescuezo y ahorcándolo para no morirse solo. También nos contaba historias de cómo sobrevivió a la época de la violencia durmiendo y comiendo en el último cuarto de la casa que él mismo había construido, con su mujer y sus once hijos, para que las balas de los godos que la atravesaban, no los mataran.

Fue un ferviente miembro del partido liberal, al que jamás dejo de apoyar, ni siquiera en la época del Frente Nacional. De niña le acompañé varias veces a ejercer su derecho al voto. Por él supe que Álvaro Gómez jamás sería presidente de la Republica. Su padre, Laureano Gómez, decía él, bañó de sangre la patria. Yo misma nunca hubiese podido votar por él, pues no hubiese podido visitarle en la tumba con la frente en alto; no me hubiese atrevido a tanto. Por él supimos cómo mataron a Jorge Eliécer Gaitan, a la salida de su oficina; de un revolvazo cuando apenas era candidato a la presidencia del país. Y cómo después,  el asesino, Juan Roa, había sido matado a golpes y arrastrado por la muchedumbre, por toda la carrera séptima hasta llegar al palacio de Nariño.

El día que sus hijas le prepararon una gran fiesta para celebrar las bodas de oro lo encontré en el baño diciendo que había que ser muy valiente para echarse la soga al cuello, dos veces - ¡y con la misma vieja! -.
Llegó a los noventa y tres años sin arruga o achaque alguno, con su impecable dentadura; y cuando todas sus hijas ya hablaban de la gran fiesta que darían el día que ajustara el siglo, se levantó una mañana muy temprano y ceremoniosamente preparó unas sogas que él mismo había ido guardando. Con el mismo nudo corredizo como él sabía prepararlo para ahorcar a los cabros, y antes de que el día aclarara completamente, se colocó la soga al cuello y se lanzó desde el balcón de la terraza sin miedo alguno, dejándonos a todos con los crespos hechos, con el orgullo de su buena salud y las ganas de celebrarle los cien años.